Carmena entra al trapo
De Esperanza Aguirre y sus secuaces no podíamos esperar más, pero tampoco podíamos esperar menos. Una mujer bajo cuyo mandato prosperó una formidable banda de cuatreros en la Comunidad de Madrid, que se pasó el código de circulación debajo de los neumáticos y que, entre otras muchas lindezas, deseó la muerte al gremio de los arquitectos al estilo de una purga estalinista, ha pedido la cabeza de un concejal recién electo por unos cuantos chistes idiotas y la ha obtenido en bandeja. Al parecer, en este país, no se puede bromear sobre los muertos, las desgracias o genocidios excepto si te llamas Rafael Hernando y te ríes de los familiares que quieren saber en qué cuneta están enterrados sus abuelos.Lo lamentable de esta historia es el modo en que la izquierda mediática ha reaccionado saltando a la comba que marcaba Aguirre y no ha tardado ni 24 horas en sacar tarjeta roja, cediendo el terreno, la camiseta y el partido. Esta izquierda de chiste ni siquiera se ha enterado todavía de qué va el juego, cuando poco antes de las elecciones, Aguirre insinuaba que su gran rival, Manuela Carmena, era simpatizante etarra, es decir, una asesina y amiga de asesinos. La conclusión, bien triste, es que a la izquierda de este país le falta cintura política, le falta aguante, le faltan tablas y, sobre todas las cosas, le falta sentido del humor. Es decir, distancia, ironía, crítica. Desde que Podemos ha saltado a la arena, sus seguidores piden santos en lugar de políticos, personas sin mácula y sin tacha que puedan mirar desde lo alto del pedestal al enemigo y decirle: “No soy como vosotros”.
No conozco a Guillermo Zapata, no sé cómo será en la intimidad pero me da la impresión de que, si los cerdos truferos de la caverna han encontrado tan sólo cuatro chistes pésimos después de hozar y hozar en su pasado, hay muchas cosas que no es y muchas también que no ha hecho. Puede haberse mofado del Holocausto, pero no es un neonazi de última generación, como tantos diputados y seguidores de ese partido que ni siquiera ha tenido el cuajo, a estas alturas, de condenar el franquismo, una de las más nocivas y criminales dictaduras europeas. Puede haberla cagado con varios chistes infames sobre niñas muertas, pero no ha robado, ni participado en tramas criminales en Andalucía o en Valencia, ni tiene cuentas en Suiza, ni ha desguazado plantas oncológicas, hi ha cogido sobres de dinero negro, ni le ha mandado mensajes de ánimo por móvil a un notorio delincuente el mismo día en que lo enchironaban.
Para mí la frase de humor negro más repugnante de los últimos años la
pronunció Mariano Rajoy a propósito de las cuchillas en la valla de
Melilla y dice literalmente: “No sé si pueden producir efectos sobre las
personas”. Es una asquerosidad que sólo le cabe en la boca a un
psicópata o a un tonto de la baba, no a un presidente del gobierno.
Nadie pidió su dimisión, sin embargo. Tal vez porque la diferencia es
que, cuando la izquierda dice un chiste, nos lo tomamos en serio,
mientras que cuando la derecha dice o hace una burrada, nos lo tomamos
en broma. Quizá por eso, salvo escasas y muy honrosas excepciones, aquí
la lucha contra el franquismo se redujo a contar chistes del Caudillo.
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