La gente ha decidido usar el sistema para acabar con el sistema. Por eso decide votar
Ningún Gobierno del mundo va por delante de su pueblo. La brecha
entre gobernantes y gobernados es, a partir de Internet, muy evidente.
Siempre pensé que Cristina Fernández de Kirchner le tomaba el pelo a la historia y al pueblo argentino al elegir Twitter
como su peculiar legislativo y principal medio de comunicación. Ahora
reconozco que, por conciencia o intuición —que en política viene a ser
lo mismo—, tenía razón.
Siempre pensé que un general elevado a presidente de Guatemala, como Otto Pérez Molina, no necesitaba saber qué es el pájaro azul de Twitter, pero han sido las redes sociales las que han tumbado a su vicepresidenta, Roxana Baldetti, y puesto su Gobierno en evidencia. Siempre pensé que era normal el miedo colectivo hacia las televisoras en México a causa de su peso político, pero después de las elecciones del 7 de junio, reconozco que tampoco sabía nada de nada. Las cadenas, sobre todo Televisa, dedicaron toda su munición a tratar de acabar con el candidato independiente a gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez, alias El Bronco. En prime time, cuando los mexicanos emulan al pueblo del norcoreano Kim Jong-un y son adoctrinados sobre lo que está bien y lo que está mal, mostraron a El Bronco como una persona políticamente incorrecta e incómoda. Pero, cuando se cerraron las urnas, El Bronco doblaba en votos a los demás candidatos.
El mundo ha cambiado. Pobre de aquel que no se dé cuenta. Hoy, los jóvenes lejos de creer que la política es un “rollo de sus padres” han comprendido que su voto es su mejor arma. Disparan a quemarropa contra una clase política desfasada y que se caracteriza —urbi et orbi— por su comunión con la “sacrosanta misa de la corrupción”. Disparan para cambiar, no se quedan en casa, ni se refugian en las drogas o el alcohol. Disparan, queriéndolos echar.
Muchos creen en México que nada ha cambiado tras las últimas elecciones: el PRI sigue siendo el primer partido y el Gobierno y sus aliados tienen mayoría. Sin embargo, todo cambió. No sólo porque un candidato independiente abrió las puertas a otros que podrían llegar a Los Pinos, sino porque la “canción del futuro” ya no está en manos de los partidos que han pasado, en América Latina, de tener el poder al estigma de la corrupción. Basta observar al Partido de los Trabajadores en Brasil, al Partido Revolucionario Institucional en México y al Partido Patriota de Guatemala.
En política, una cosa es aprovechar el descontento y otra es saber construir políticas de Estado. Los ejemplos de las fuerzas emergentes en España y los independientes en México sólo reflejan la formalización de un estado del desacuerdo, pero no garantizan que eso sirva para hacer política.
Los políticos, lo sepan o no, son una especie en extinción. No cuentan con la fe colectiva ni con el respeto de sus hijos.
Este fenómeno va creciendo, pero no con abstención o con voto nulo. Cualquier generación, cualquier país tiene derecho a la ilusión. Eso significa usar —como ya hizo Lenin— los instrumentos del sistema para acabar con el propio sistema. Ahora las posibilidades son otras y hacen mal quienes creen que todo está prejuzgado y que la condición humana al final vuelve a lo de siempre: tripas, sexo y abuso.
Por eso, la gran lección no es poner la atención en la composición de los parlamentos o de las mayorías, sino saber reconocer qué huele a pasado y qué a futuro. No es un problema de 140 caracteres, sino de comprensión de los nuevos tiempos en los que hay otro factor: la gente ha decidido usar el sistema para acabar con el sistema. Por eso decide votar.
Siempre pensé que un general elevado a presidente de Guatemala, como Otto Pérez Molina, no necesitaba saber qué es el pájaro azul de Twitter, pero han sido las redes sociales las que han tumbado a su vicepresidenta, Roxana Baldetti, y puesto su Gobierno en evidencia. Siempre pensé que era normal el miedo colectivo hacia las televisoras en México a causa de su peso político, pero después de las elecciones del 7 de junio, reconozco que tampoco sabía nada de nada. Las cadenas, sobre todo Televisa, dedicaron toda su munición a tratar de acabar con el candidato independiente a gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez, alias El Bronco. En prime time, cuando los mexicanos emulan al pueblo del norcoreano Kim Jong-un y son adoctrinados sobre lo que está bien y lo que está mal, mostraron a El Bronco como una persona políticamente incorrecta e incómoda. Pero, cuando se cerraron las urnas, El Bronco doblaba en votos a los demás candidatos.
El mundo ha cambiado. Pobre de aquel que no se dé cuenta. Hoy, los jóvenes lejos de creer que la política es un “rollo de sus padres” han comprendido que su voto es su mejor arma. Disparan a quemarropa contra una clase política desfasada y que se caracteriza —urbi et orbi— por su comunión con la “sacrosanta misa de la corrupción”. Disparan para cambiar, no se quedan en casa, ni se refugian en las drogas o el alcohol. Disparan, queriéndolos echar.
Muchos creen en México que nada ha cambiado tras las últimas elecciones: el PRI sigue siendo el primer partido y el Gobierno y sus aliados tienen mayoría. Sin embargo, todo cambió. No sólo porque un candidato independiente abrió las puertas a otros que podrían llegar a Los Pinos, sino porque la “canción del futuro” ya no está en manos de los partidos que han pasado, en América Latina, de tener el poder al estigma de la corrupción. Basta observar al Partido de los Trabajadores en Brasil, al Partido Revolucionario Institucional en México y al Partido Patriota de Guatemala.
En política, una cosa es aprovechar el descontento y otra es saber construir políticas de Estado. Los ejemplos de las fuerzas emergentes en España y los independientes en México sólo reflejan la formalización de un estado del desacuerdo, pero no garantizan que eso sirva para hacer política.
Los políticos, lo sepan o no, son una especie en extinción. No cuentan con la fe colectiva ni con el respeto de sus hijos.
Este fenómeno va creciendo, pero no con abstención o con voto nulo. Cualquier generación, cualquier país tiene derecho a la ilusión. Eso significa usar —como ya hizo Lenin— los instrumentos del sistema para acabar con el propio sistema. Ahora las posibilidades son otras y hacen mal quienes creen que todo está prejuzgado y que la condición humana al final vuelve a lo de siempre: tripas, sexo y abuso.
Por eso, la gran lección no es poner la atención en la composición de los parlamentos o de las mayorías, sino saber reconocer qué huele a pasado y qué a futuro. No es un problema de 140 caracteres, sino de comprensión de los nuevos tiempos en los que hay otro factor: la gente ha decidido usar el sistema para acabar con el sistema. Por eso decide votar.
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