Después de tanto deambular encontró en las afueras un ilegal que alquila habitaciones, pero... no le quedaba ninguna disponible, por lo que le alquiló por una módica suma un establo con todas las comodidades, aprovechando que los dueños no estaban. El pobre Pepe estaba desesperado, no había imaginado terminar en tan miserable posada, pero, al menos no se sentía tan mal como María. La bella y buena María sufría horrores, horrores es poco, la pobre no tenía ni un Paracetamol para aliviarse, ni siquiera tuvo suerte al pasar el dedo por el fondo de la pequeña vasija de barro, en busca de unos gramos de mejunje.
Por suerte, la mujer del ilegal, llamó a una comadrona sin título habilitante, le llevó un poco de agua, una chilaba vieja que ya no le quedaba a su marido (ya lavada) y que con manos hábiles convirtió en trapos y toallas sanitarias, y entre las tres mujeres pusieron lo suyo (María puso más, el resto era apoyo logístico) para traer al mundo un niño muy bonito y sano, tan sano que soportó el olor nauseabundo del establo, de los pies de su padre y el sudor del burro, que aunque no se reconozca fue el que cargó con todo el peso del hijo de Dios y la madre que lo parió. Un reconocimiento al pobre cuadrúpedo.
María demostró su valor y no insultó a nadie como hizo mi mujer, parió en silencio, se mordió los labios, la lengua, cerró los puños y en el momento crucial, cuando las fuerzas la abandonaban y la piel se desgarraba lentamente, no gritó...¡mecagoendios!, como dicen sus detractores, no señor, dijo ¡loado sea Dios! y eso le dio fuerza para expulsar al niño como si fuera un okupa.
Traer a un niño al mundo en esa condiciones, no es para cualquiera, mucho menos cuando hay burro hijoeputa que se come la paja de la cuna.
Continuará:
José Trillo Arán.

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