Frances Perkins fue ministra de Trabajo durante todos los gobiernos de
Franklin D. Roosevelt, de 1933 a 1945, la primera mujer que ocupó una cartera
ministerial en Estados Unidos y una de las grandes impulsoras del
New
Deal. Fue también una mujer muy práctica: como quería cambiar las
condiciones de vida de los trabajadores, se encargó de obligar a los políticos
demócratas a ver con sus propios ojos la entrada y la salida en las fábricas, a
gatear por sus peligrosas salidas de emergencia, a comprobar la duración de sus
jornadas y a abrir los sobres para contar, moneda a moneda, la menguada paga
semanal. Algunos días se plantaba a las seis de la mañana en casa de sus amigos
políticos para llevarles a empujones a los barrios más afectados por la Gran
Depresión, a comprobar cómo amanecía en los hogares de los parados.
No parece mal programa para políticos que hacen frente a grandes crisis.
Quizás si Fátima Bañez y Mariano Rajoy hubieran leído su biografía, en lugar de
llevar a la canciller alemana, Angela Merkel, de marcha por el camino de
Santiago, se les hubiera ocurrido pasearla por Usera (un barrio de Madrid muy
depauperado), a pasar un ratito en los abarrotados locales de sus Servicios
Sociales, o a almorzar en la sala de Cáritas donde se refugian, cerca del Teatro
de la Opera, en sillones —porque no hay suficientes camas— jóvenes parados y
mendigos, mezclados. Claro que los interesados tampoco conocen esos lugares. Ni
se les espera.
Lo que se está proponiendo a la sociedad es la
estabilización del desastre, no una salida de la crisis
Orwel decía que ver lo que se tiene delante exige una lucha continua. Es muy
cierto. Exige una lucha continua ver que lo que se tiene delante hoy en España
es un modelo económico y laboral horrible. Las últimas cifras de la EPA indican
que el Gobierno tiene razón y que se ha creado empleo en el último trimestre y
en el último año. Uno de cada dos de esos empleos es de camarero o de
dependiente y la gran mayoría, además, son precarios, es decir, temporales e
inestables.
La cuestión es si éste es el modelo por el que ha optado este país. ¿Es este
el patrón que seguiremos durante muchos años? Porque si es así, lo que se está
proponiendo a la sociedad es la estabilización del desastre, no una salida de la
crisis. Si es así, lo que se está reproduciendo es una elección equivocada y de
fatales consecuencias. Primero se eligió un modelo de crecimiento ligado a una
burbuja de construcción. Se vio el fruto de esa decisión y todo el mundo
coincidió en denunciarlo: fue un error, debimos darnos cuenta, ¿cómo pudimos ser
tan ciegos para no ver lo que teníamos delante? Aquello fue un juicio falso, una
elección desacertada. ¿Y lo de ahora?
Intentar salir del paso desestructurando la sociedad, aumentando las
desigualdades, confiando nuestro crecimiento económico a sectores que se centran
en trabajos inestables y salarios muy bajos, puede ser un error tan grande como
fue aquel que hoy estamos pagando.
Este es un país con una creciente erosión de la confianza, y sin confianza no
puede existir un buen funcionamiento de la sociedad. Los ciudadanos no se fían
de sus instituciones (no porque nacieran defectuosas, sino porque algunos
abusaron de ellas durante décadas), no confían en las decisiones de sus
dirigentes, porque ven que se ha creado un enorme ejército de reserva de mano de
obra, de más de cinco millones de parados, disponible para rotos y remendados, y
porque sospechan que el crecimiento que se les anuncia está más relacionado con
el Tercer Mundo que con los países desarrollados tecnológicamente, a los que
comprenden que sería más seguro aproximarse.
“No hay alternativa”, juró Margaret Thatcher cuando empezó a desmantelar los
controles financieros. “Algo va mal”, escribió años después el añorado Tony
Judt. Algo va muy mal y hay que empezar a hablar. “Es urgente una vuelta a la
conversación pública imbuida de ética”, nos emplazó Judt. ¿Es correcto lo que
está ocurriendo? ¿Es justo? ¿Es legítimo? ¿Es ecuánime? “Las respuestas no son
fáciles pero hay que volver a plantearse esas preguntas”.