En fin, somos gallegos
Eso lo explicaba todo. Había que serlo mucho para contestar con esa tranquilidad acerca de un trabajo que le había jodido el negocio durante años al todopoderoso cártel de Cali y a la casi totalidad de los clanes de las rías. Se calcula que más del ochenta por ciento de la droga que circulaba en Europa aquellos años entraba a través de la conexión gallega. Hay que imaginarse a Fernando Rey en zuecos, haciendo el papel de Laureano Obuiña. Porque hubo un momento en que Galicia pudo convertirse en la sucursal atlántica de Sicilia; lo apunta Nacho Carretero en Fariña (su monumental reportaje recién publicado por Libros del K.O.) cuando se pregunta cómo aquella sociedad cerrada y misteriosa no cuajó en una metástasis de la mafia siciliana.
Faltaba, sin embargo, un elemento esencial y era la afición por la sangre. Mientras en Galicia se contabilizan una treintena de muertes atribuidas al contrabando y al narcotráfico en unas tres décadas, en Sicilia, en apenas dos años, una de las guerras de la mafia se llevó por delante a más de mil setecientas personas. Cuando Carretero recurre a una película para ilustrar la época dorada del narcotráfico gallego, cita una escena hilarante de Airbag. Aun así, ninguna comedia, por negra que sea, puede superar el momento en que Sito Miñanco, el Escobar de Cambados, se quedó mirando a los magistrados de la Operación Nécora antes de soltar: “Menos que yo no creo en la violencia, porque si no os mataba a todos”.
Alberto Nuñez Feijoo, (a la derecha) en el yate de un conocido narco, gallego. |
Con lo cual, la cuestión que hay que plantearse es justamente la
contraria: por qué la mafia siciliana, la camorra napolitana, la yakuza
japonesa y los narcos colombianos y mexicanos no han adquirido todavía
ese grado de calma y civilización de que hacen gala sus compadres
gallegos. Tal vez sea porque en los años del terror, mientras los jueces
italianos volaban por los aires en pedazos, la sangre anegaba las
calles y Andreotti besaba a Toto Riina, en Galicia, antes del aterrizaje
de Garzón, el poder político, la judicatura y la policía miraban para
otro lado. Pringaban guardias civiles, alcaldes, políticos, vecinos,
agentes de aduanas. Carretero cita a un juez que asegura: “En Galicia no
ha habido un solo partido que no haya sido financiado por los narcos.
Ni uno solo”. Uno de los pocos que se quejó, en los primeros tiempos del
contrabando de tabaco, fue un joven llamado Rajoy, que se llevó esta
reprimenda mitológica de Manuel Fraga: “Mariano, vete a Madrid, aprende
gallego, cásate y ten hijos”.Fariña es un gran título para un gran libro. Significa
“harina” pero parece un diminutivo dulce y melodioso, el nombre que dan
los gallegos a la cocaína, en lugar de llamarla coca, perico, merca o
farlopa, que suenan todos fatal. Es muy posible que, al cabo del tiempo,
la conexión gallega haya ido extendiéndose a lo largo y lo ancho del
territorio, que todos nos hayamos ido civilizando y tranquilizando poco a
poco, al estilo gallego, aunque, al igual que Mariano, no hayamos
aprendido el idioma. Sólo así se explica que nos tomemos con tanta calma
cosas como la foto del futuro presidente de la Xunta, Alberto Núñez
Feijoó, en bañador y untándose crema en la espalda a bordo del yate de
Marcial Dorado, uno de los capos históricos de las rías. Cosas como el
mensaje de ánimo de Mariano Rajoy a un notorio delincuente que inundó la
contabilidad del partido en el gobierno con sobres y más sobres de
dinero negro. Cosas como la lista de bodas de la hija de Aznar, que cada
día que pasa se parece más al elenco de la familia Corleone. Menos mal
que no creemos en la violencia. En fin, como decía Vázquez Taín, somos
gallegos.
David Torres
Acabo de publicar DOS TONELADAS DE PASADO, un libro donde, entre otros desastres, un cantante feo y homosexual intenta pasarse al negocio de la resurrección, un poeta enloquecido funda la ciudad de Londres, una escritora intercambia algo más que su carácter con una amiga, un torero fracasado torea el tráfico, una fotógrafa encuentra el paraíso en el Amazonas y un cocinero griego repite la Odisea con la crisis bancaria de fondo.
Siempre he pensado que una novela es como un matrimonio más o menos largo mientras que una columna es un lío de una noche. Fui finalista del premio Nadal en 2003 con El gran silencio y he ganado también el Hammett de la Semana Negra de Gijón y el Tigre Juan por Niños de tiza, así como el premio Logroño por Punto de fisión, de donde toma su título esta trinchera.
Como se ve, con mis novelas he hecho lectores y amigos, y con mis columnas más bien al contrario. Pero está bien así, porque siempre he pensado que un escritor ha de luchar contra el poder, sea del signo que sea, aunque la señal de su triunfo resulte tan minúscula como una picadura de mosquito en el culo de un elefante.
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