El primer milagro de Wojtyla fue curar a una monja francesa del Parkinson. A la monja, de hecho, no le tembló el pulso al asegurar que, tras escribir el nombre de Juan Pablo II en un papel, se le pasó el tembleque. Como somos una civilización poco elevada, a Juan Pablo II se le canonizó, en lugar de entregarle el Nobel de Medicina, que era más pasta.
El segundo milagro es todavía más milagrero. Una mujer con aneurisma cerebral reza mucho a Juan Pablo y se le pasa el problema. Sucedió en Costa Rica. El médico que constató su curación, tras hacerle una resonancia magnética, concluyó que el primer diagnóstico estaba equivocado. Que la señora no padecía aneurisma, sino solo ese clásico dolor de cabeza que todas nos habéis dedicado como excusa cuando somos medio feos. El médico es un hereje. Este médico es un Galileo. Que se atrevió a decir que la Tierra gira alrededor del Sol antes de que Dios ordenara al Sol dejar de girar alrededor de la Tierra. Quien no vea que esto del aneurisma costarricense es un milagro, es que no tiene los ojos cerrados para rezar. La mujer insiste: fue un milagro. ¿Quién es ese médico para negar a esa mujer las razones de su curación? ¿Cómo la ciencia se atreve a seguir cuestionando la fe, después de la voluntaria apostasía que el propio Galileo hizo de sus teorías heliocéntricas tras ser amablemente torturado?
Yo he visto milagros evidentes. Tenemos, por ejemplo, un presidente que ganó las elecciones con mayoría absoluta solo planteando que iba a gobernar como Dios manda. Si eso no es un milagro, una epifanía, un prodigio, un asombro, que venga Dios y lo vea. Sobre todo que vea al presidente, y se haga una idea de lo que nos ha mandado. Y no conozco a un solo español que niegue, tras la sacrosanta victoria de Mariano Rajoy, el milagro económico, social, intelectual y futbolístico que hemos gozado desde entonces. Tenemos un país tan próspero, gracias al Dios de los milagros presidenciales, que nos podemos permitir el lujo de dejar a seis millones de españoles gozando del ocio, sin trabajar, disfrutando el día a día de sus folganzas, vicios y onanismos.
Dije antes que los milagros no son tan difíciles de hacer, si estás tocado por la gracia de Dios. A mí, de hecho, me salen casi sin querer. Hasta el punto de que hacer tanto milagro involuntario me resulta incluso bastante molesto y antipático. No doy abasto con tanta adoración, que me vienen miles de beatas a la puerta de casa a arrodillarse ante mí todo el tiempo. Es un sinvivir. Mesiánico, pero sinvivir. Con tanta beata y una sola puerta, no me organizo yo del todo.
De hecho, para racionalizar el tema le he pedido al ayuntamiento la licencia para convertir mi casa en un fumadero de opio. No se crean ustedes que eso ha alejado a las beatas. Todo lo contrario. Vienen más. Y se les curan los párkinson, los aneurismas, los tumores, la efervescencias, las menopausias y las canas en dos chupadas de pipa. Hago aquí milagros en cadena, y ya he contratado hasta dos becarios que se me parecen para tener ratos libres. Tantos milagros se han producido en casa, que ahora me temo que me quieren canonizar en vida. Me parece precipitado. Que ilegalicen el incienso y legalicen el opio, coño. Que me van a hacer santo. Y yo siempre luché por acabar en el infierno.
Y fracasé.
Nunca cometamos la insensatez de sustituir creencias por ideas. Os lo digo yo, traficante de opio para beatas, que ayer me morí de risa y los dioses me han condenado a este triste cielo eterno. Y en la tierra me han hecho santo. Que yo paso de tonterías, hostia. Que yo nunca quise ser santo. Que soy poeta y traficante de opio. Que quiero ser tierra, humo, polvo, sombra y nada. ¿Os esteráis? Que hagan santo a ese tal Juan Pablo II, que cura el párkinson y el aneurisma sin necesidad de meterle opio a ninguna beata. Pero a mí no. Yo solo trafico con opio. No con creencias. Que son muchísimo más peligrosas. Ay, que me está dando un aneurisma y un párkinson. Va a ser el castigo de… (No saquéis conclusiones: la belleza también mata).
ANIBAL MALVAR
(PERIODISTA)
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