jueves, 10 de abril de 2014

Historias que trae la lluvia.

   A la sombra de un pino dorado, sentado en un viejo banco de plaza, sorbo unos mates amargos por complacer la nostalgia de tierras lejanas. A una veintena de metros veo a una pareja que se entrelaza ansiosa, como si fueran un trenzado de ajos y se descubren y se amasan a cuatro manos, en la parada de la guagua, con dirección hacia la capital.
   Desde el balcón de enfrente veo como doña María los fusila con la mirada repulsiva y fría de la intolerancia. Los jóvenes no tienen otro interés que abrazarse y besarse, ajenos al pasar de la gente apurada, al ir y venir contaminante del tráfico de la tarde. Protegido por las ramas bajas de la higuera, que se apoyan en la cerca de hierro, al otro extremo del jardín, los puedo mirar sin reparos, ajusto mi ojos en la posición de rayos infrarrojos y detecto el agobiante baile de las llamas que los une y los consume "¡Quien pudiera!" Los miro con mas atención y me parece ver millones de brasas escapando por los poros de esos cuerpos jóvenes, casi infantiles. "No va a durar mucho ese amor" pienso, "muchas llamas", me reafirmo. El autobús pasa de largo y ellos ni se enteran. Es la terquedad que tiene el amor, no se preocupa de que todo lo demás pueda pasar de largo, o de corto, es caprichoso, egocéntrico, invencible, amo indiscutible del espacio y el tiempo, como la muerte.
  Por encima del tejado aparecen unas nubes grises con su carga de agua para semana santa, bendición para la fe de unos, y para otros un justo castigo del cielo para el fetichismo. Me preparo para entrar en casa, como ya hizo doña María, a los viejos la lluvia nos apaga rápidamente la llama de la salud, los jóvenes siguen incentivando las hormonas sin importarles que ya caigan como clavos las primeras gotas gordas.

JTA.

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