OPINIÓN
La fuerza del hambre
Las víctimas del bochornoso espectáculo que contemplamos a diario en el
perímetro aislante (¡oh, cuán higiénico!) de Ceuta y Melilla ignoran las leyes
inicuas que rigen el mundo desde la caída de los
regímenes seudocomunistas y del desmantelamiento paulatino del modelo socialdemócrata del Estado providencia: la desregulación caótica de los mercados financieros del casino global y el desequilibrio comercial que favorece a los países de tecnología avanzada a expensas de los que no pueden exportar más que materias primas y mano de obra barata. Huyen de la miseria, de los tiranuelos heredados del antiguo poder colonial, de las guerras étnicas o tribales con su secuela de matanzas y éxodos. Han atravesado miles de kilómetros a través del desierto, sufrido el abuso de las mafias, soportado el rigor y las trampas del clima en una huida adelante de meses o años en busca de un refugio para afrontar al fin el último obstáculo: una doble verja de seis metros de altura con alambres de espino y cuchillas “no agresivas sino disuasorias” en palabras de nuestro ministro del Interio
Agrupados a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del destino.
La indiferencia a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en directo y nadie puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace 20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o aupados en ella encarnan el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué puede a escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura unas ideas cuya fuerza sea idéntica a la del hambre”.
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Este problema no tendrá solución, los gobiernos saben que sosteniendo el mismo sistema actual en África, hacen grandes negocios. Es la gente común la que se preocupa, para unos el dolor de ver como se le niegan los derechos humanos a gente que los busca, ¡con todo el derecho del mundo! debemos poder mejorar y elegir donde vivir. Para los gobiernos que defienden los intereses comerciales de sus empresas, la gente son simples "daños colaterales" que ni siquiera se toman el trabajo de contar...1000...100000...1000000, ¿que importa?. Ni los gobernantes ni los empresarios convivirán con ellos, nunca disfrutarán de los frutos positivos de la integración entre humanos, ni sufrirán los inconvenientes que produzcan esos nuevos ciudadanos que ya están acostumbrados a perder y al desprecio de los habitantes del país, que fueron educados para verlos como "invasores" y negarle la ayuda que necesiten para rearmar una nueva vida. Y por mucho que duela aceptarlo, no son los recién llegados los que no tienen deseo de integración, son los propios nacionales y sus miedos que los que los impulsan a vivir encerrados entre los suyos. Desde el mismo instante que no se les permite la entrada en Europa y se los llama "ilegales" ya se las niega el pan y el cobijo. Que bajo hemos caído los europeos que ya no distinguímos ni las verdades elementales ni valoramos los principios que supuestamente nos enseña el cristianismo, que poco vale lo aprendido en tantos dichos como "ayudar... sin mirar a quien", que poquita valía tienen esos seres humanos que rezan a sus dioses primero y niegan un poco de pan y solidaridad a quien lo necesita. Las autoridades Españolas o europeas, no harán por solucionar este problema, pues son serviles títeres de los grandes capitales que se enriquecen con "la pobreza de África", son como tantos otros millones de seres humanos que les siguen el juego, que se creen superiores hasta por el color de la piel. ¡pobres!.
Y no harán nada hasta que sean muchos miles los entren a la fuerza, entonces harán algo, seguramente otras tantas y avergonzantes matanzas "legales".
José Trillo Aran.
regímenes seudocomunistas y del desmantelamiento paulatino del modelo socialdemócrata del Estado providencia: la desregulación caótica de los mercados financieros del casino global y el desequilibrio comercial que favorece a los países de tecnología avanzada a expensas de los que no pueden exportar más que materias primas y mano de obra barata. Huyen de la miseria, de los tiranuelos heredados del antiguo poder colonial, de las guerras étnicas o tribales con su secuela de matanzas y éxodos. Han atravesado miles de kilómetros a través del desierto, sufrido el abuso de las mafias, soportado el rigor y las trampas del clima en una huida adelante de meses o años en busca de un refugio para afrontar al fin el último obstáculo: una doble verja de seis metros de altura con alambres de espino y cuchillas “no agresivas sino disuasorias” en palabras de nuestro ministro del Interio
Agrupados a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del destino.
La indiferencia a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en directo y nadie puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace 20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o aupados en ella encarnan el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué puede a escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura unas ideas cuya fuerza sea idéntica a la del hambre”.
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Este problema no tendrá solución, los gobiernos saben que sosteniendo el mismo sistema actual en África, hacen grandes negocios. Es la gente común la que se preocupa, para unos el dolor de ver como se le niegan los derechos humanos a gente que los busca, ¡con todo el derecho del mundo! debemos poder mejorar y elegir donde vivir. Para los gobiernos que defienden los intereses comerciales de sus empresas, la gente son simples "daños colaterales" que ni siquiera se toman el trabajo de contar...1000...100000...1000000, ¿que importa?. Ni los gobernantes ni los empresarios convivirán con ellos, nunca disfrutarán de los frutos positivos de la integración entre humanos, ni sufrirán los inconvenientes que produzcan esos nuevos ciudadanos que ya están acostumbrados a perder y al desprecio de los habitantes del país, que fueron educados para verlos como "invasores" y negarle la ayuda que necesiten para rearmar una nueva vida. Y por mucho que duela aceptarlo, no son los recién llegados los que no tienen deseo de integración, son los propios nacionales y sus miedos que los que los impulsan a vivir encerrados entre los suyos. Desde el mismo instante que no se les permite la entrada en Europa y se los llama "ilegales" ya se las niega el pan y el cobijo. Que bajo hemos caído los europeos que ya no distinguímos ni las verdades elementales ni valoramos los principios que supuestamente nos enseña el cristianismo, que poco vale lo aprendido en tantos dichos como "ayudar... sin mirar a quien", que poquita valía tienen esos seres humanos que rezan a sus dioses primero y niegan un poco de pan y solidaridad a quien lo necesita. Las autoridades Españolas o europeas, no harán por solucionar este problema, pues son serviles títeres de los grandes capitales que se enriquecen con "la pobreza de África", son como tantos otros millones de seres humanos que les siguen el juego, que se creen superiores hasta por el color de la piel. ¡pobres!.
Y no harán nada hasta que sean muchos miles los entren a la fuerza, entonces harán algo, seguramente otras tantas y avergonzantes matanzas "legales".
José Trillo Aran.
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