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Pensamiento crítico
Vicenç Navarro
La redefinición del conflicto de clases
Vicenç NavarroCatedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Algo está pasando en los análisis de la estructura social en el mundo anglosajón (consecuencia de la enorme crisis del capitalismo) que casi ha pasado desapercibido en España, pero que pronto adquirirá una gran importancia en la vida política y social de este país también. En realidad, ya la está adquiriendo. Me estoy refiriendo al redescubrimiento de la existencia de clases sociales en los países capitalistas más desarrollados. En realidad, la categoría “clase social” había desparecido del léxico analítico en la mayoría de estudios que tratan sobre la distribución de poder en esas sociedades. La mayoría de los análisis se han centrado en los últimos treinta años en categorías de poder, como género, raza y nación, entre otros, estudiando las causas y las consecuencias de que los hombres tengan más poder que las mujeres; que los blancos tengan más poder que los negros; o que ciertas naciones tengan más poder que otras. Excelentes trabajos académicos se han centrado en estos temas y seguro que seguirán produciéndose más, pues su necesidad es clara, debido a las desigualdades de poder basadas en estas categorías.
La “clase social” dejó de ser un tema de interés (en parte por el declive del marxismo como manera de entender la sociedad). Bajo la hegemonía del pensamiento dominante (resultado de su triunfo en la Guerra Fría), centrado en el establishment académico-político-mediático estadounidense, el término “clase social” desapareció. En EEUU hablar de clase capitalista y clase trabajadora, o en Europa hablar de burguesía, pequeña burguesía, clase media y clase trabajadora, pasó a percibirse como una manera “anticuada” de ver la sociedad. Ni que decir tiene que una consecuencia (deseada) de esta percepción es que nadie hablaba de lucha de clases, algo ya más que anticuado. Esta expresión se consideraba una blasfemia. Hablar de estos conceptos y categorías implicaba que al que los utilizaba se le definiera peor que “anticuado”. Se le consideraba un ideólogo, inmune a la realidad que le rodea.
En esta realidad, configurada por la sabiduría convencional, el progreso económico y tecnológico había eliminado o disminuido a la clase trabajadora, sustituyéndola por la clase media, considerada como la clase a la cual pertenecía la mayoría de la población. La estructura social quedaba, pues, constituida por los ricos (la clase alta), la clase media, y los pobres (la clase baja). Esta categorización llega a niveles extremos en el Estado español, que divide a los españoles en clase alta, clase media alta, clase media media, clase media baja y clase baja, a lo cual yo sugeriría irónicamente al Estado que pusiera otra categoría que se llamara “clase baja baja”. Para apoyar esta categorización, se realizaban constantemente encuestas en las que se preguntaba a la ciudadanía si pertenecían a la clase alta, a la clase media o a la clase baja. Y, puesto que la mayoría de la ciudadanía no se considera ni rica ni pobre, la gente respondía “clase media”. De este tipo de encuestas se concluye que la mayoría de ciudadanos eran y se consideraban clase media.
Errores y falacias de la sabiduría convencional
No hacía falta que apareciera el conocido libro de Piketty Capital in the Twenty-First Century para observar que el capitalismo en sí, siguiendo su propia lógica de optimizar la acumulación del capital a fin de aumentar los beneficios, llevaba, no una reducción de las desigualdades con una mayor redistribución de las riquezas (como asumían los apologistas del sistema capitalista), sino, al contrario, a un crecimiento de la concentración del capital. Es decir que los ricos y súper ricos eran cada vez más ricos y súper ricos, creciendo su riqueza (derivada de la propiedad del capital) más rápidamente que la asignada al mundo del trabajo, vía salarios.
El hecho de que esto no ocurriera durante y después de la II Guerra Mundial (la llamada “época dorada del capitalismo”) se debió a causas políticas y, muy en especial, al poder de la clase trabajadora, que presionó para que hubiera una redistribución de la riqueza. Fue precisamente esta presión la que creó un gran aumento del nivel adquisitivo y del bienestar de la clase trabajadora, a costa de un descenso de la concentración de la propiedad del capital y de sus rentas, conseguido, en parte, a través de intervenciones públicas (de carácter fiscal).
El nivel de imposición al capital y a las rentas superiores alcanzó en EEUU, incluso el 91% (sin que ello afectara, por cierto, al crecimiento económico, como los economistas neoliberales siempre claman que ocurrirá si los impuestos del capital y de las rentas superiores aumentan). Como consecuencia de ello, los dirigentes de las mayores compañías industriales de EEUU nunca ganaban una renta 30 veces superior a la de los trabajadores. Por otro lado, el salario de la General Motors era (en dólares de hoy) de 50 dólares por hora (contando las prestaciones sociales). Es interesante subrayar que en aquel momento (1945-1978) poco se hablaba de la clase media, a pesar de que la capacidad adquisitiva de la clase trabajadora era mayor entonces que ahora. El eje central que marcaba el nivel salarial era el trabajador de la manufactura.
El neoliberalismo, que se promovió a partir de 1978 (con la reforma laboral y tributaria en la Administración Carter, y con mayor ahínco por parte del Presidente Reagan y la Sra. Thatcher, era la respuesta de la clase capitalista a favor de sus intereses, rompiendo el pacto social que había existido durante el periodo 1945-1978. El neoliberalismo fue, y es, la doctrina e ideología que tenía como objetivo derrotar a la clase trabajadora, mediante bajadas salariales, el desmantelamiento de la protección social y la privatización de los servicios públicos del Estado del Bienestar. Este debilitamiento del mundo del trabajo (su derrota en la lucha de clases que se realizó en todas las dimensiones de la sociedad) era esencial para recuperar el poder que había perdido la clase dominante en la época anterior. Y lo ha conseguido.
Hoy, en EEUU, la mayor empresa no es la General Motors, sino la cadena de supermercados Walmart, conocida por su hostilidad a los sindicatos, que paga 10 dólares por hora sin apenas prestaciones sociales. Los impuestos sobre el capital y las rentas superiores han bajado a un 23% y los directivos de las mayores empresas ganan 350 veces más que sus trabajadores. La reducción de la supuesta clase media es, en realidad, la bajada de salarios de la clase trabajadora mejor pagada y la precarización del mercado de trabajo, así como lo que ya algunos indicamos en su día: “la proletarización de los profesionales”, es decir, la pérdida de autonomía de los profesionales (incluyendo los licenciados universitarios), el deterioro de sus condiciones de trabajo y la bajada de la remuneración de la clase profesional (médicos, ingenieros, licenciados universitarios) que ha caracterizado estos treinta años.
¿Por qué la sustitución del término “clase trabajadora” por el de “clase media”?
Este cambio era enormemente importante para hacer creer a la clase trabajadora que el punto que les unía no era el trabajo y su relación con el tipo de trabajo, sino que era el consumo y nivel de renta, sin analizar el origen de esa renta. Era también la manera de individualizar y atomizar la respuesta, que hasta entonces había sido colectiva. Según este mito, la mayoría de ciudadanos estaban en el medio (aunque claramente el medio iba bajando y bajando). El descenso era consecuencia del descenso de los salarios y de la pérdida de poder de los sindicatos. El enorme crecimiento de la riqueza se distribuía entre los propietarios del capital a costa de los recursos que se asignaban a los trabajadores.
Ahora bien, esta situación ha creado un enorme potencial de alianzas de clase, pues a la clase trabajadora, que continúa existiendo con una gran variedad de componentes, se suman las clases profesionales que históricamente tenían como función gestionar, supervisar y dirigir (bajo la supervisión del capital) a la sociedad, grupos que se están polarizando, con grupos muy remunerados, próximos a las élites gobernantes (tanto financieras y económicas, como políticas y mediáticas), y el resto, la mayoría de profesiones que están siendo masificadas en condiciones que tienen muchas similitudes con el mundo del trabajo más tradicional. Ello explica que, de una manera creciente, la lucha de clases sea más y más la lucha entre los propietarios y gestores del capital y sus sirvientes en la reproducción de su poder (el 10% de la población) y la gran mayoría de la población (el 90%) que está expropiada por el primer grupo, que además controla el poder político y mediático del país. La lucha de clases es hoy mucho más amplia y es el conflicto de los de abajo frente a los de arriba o, en otras palabras, de la mayoría (el 90% de la población) frente a la minoría (el 10%).
El gran éxito del movimiento 15-M en España y del Occupy Wall Street en EEUU y, más recientemente, del movimiento y Partido Podemos, ha sido precisamente dar voz a esta realidad que inmediatamente se ha extendido al resto de la población. Hoy la legitimidad del Estado está por los suelos, con amplias posibilidades de rechazo hacia el sistema actual, que no puede limitarse a realizar reformas puntuales –típico comportamiento parlamentario- sino que debe hacer un cambio más sustancial del sistema político mediático actual. El número y extensión de los movimientos contestatarios está aumentando de una manera muy notable, señalando el agotamiento del neoliberalismo y de las instituciones políticas que lo han estado reproduciendo.
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