Tiempo de pucheros en familia, donde se juntaban a comer, reír y cotillear, eran tiempos lindos donde yo sentía, sin saberlo, un refugio en la protección de las raíces, eran otros tiempos claro, yo apenas superaba los cinco años y como mucho el margen de error me podría situar cerca de los seis y no conocía la maldad sino las travesuras. Qué no daría hoy, cincuenta y tanto años después por volver unos minutos a esos años, cuando todos eran jóvenes y alegres y soñaban con encontrar en Buenos Aires los sueños que Galicia les negaba. Eran lindos tiempos y seguramente muy duros para esos valientes inmigrantes que se labraban un futuro en las afueras de Buenos Aires, con calles de tierra y zanjones donde las casas evacuaban las aguas servidas, verdaderos barriales en los largos inviernos de lluvias y la eterna humedad que lo ensopaba todo con su olor a "curtiembres". Y recuerdo que olían mal esas zanjas porque en mi corretear de niño loco, caí en ellas muchas veces, lo que me acarreaba como castigo doble, las palmadas de mi madre en el culo y el baño obligado en agua caliente, calentada en una olla sobre el calentador de kerosén Branmetal al que había que bombearlo de tanto en tanto para que no perdiera calor o se apagara, y como premio extra los refriegues de mi madre por todos los rincones con el agua que quemaba y la barra de jabón Patria ¿o Federal?, ¿como se llamaba?...¡hace tanto tiempo ya!, el caso que ese jabón valía para todo, porque en aquellos tiempos, no había para shampues ni enjuagues, supongo que ya existirían, pero al menos, a mi barrio no habían llegado porque Lanús Oeste era un barrio de obreros donde se juntaban las razas mas extrañas, ahí no había problemas, polacos, armenios, gallegos, italianos, todos apiñados y con el mismo sueño. Era demasiado pequeño para que hoy pueda contar esto sin que la memoria confunda hechos ciertos con invenciones, pero recuerdo que una vez jugando con otros niños bajo el sol agobiante del verano, sentí ganas de beber algo y sin pensarlo dos veces corrí hasta el almacén, que también era un bar como muchos viejos de mi edad recordaran, ahí se juntaban los hombres a tomar una copa y también iban las señoras a comprar los esencial para la comida, que en su gran mayoría se vendía suelta y el almacenero la envolvía en papel de estraza, o de diarios, según el caso. Pero sigo con la historia, entré como un rayo en la vieja pulperia y sin decir ni buenas tardes enchufé en mi boca el grifo del tanque del kerosén y bebí un buen sorbo hasta darme cuenta que no era vino, porque yo había visto sacar vino, pero claro era de un barril de madera que estaba cerca por lo que comencé a toser y a sentir arcadas. Entre los hombres que estaban apoyados en la barra del mostrador dándole a la caña quemada Legui, o la ginebra Bols, o al vino Toro que era un tinto peleón, estaba mi padre. El viejo no estuvo muy acertado, supongo que el miedo y los nervios le habrán hecho una mala jugada, pero su reacción fue decir "¿que hiciste? ¡pelotudo!" y me dio una cachetada de revés que no me quitó el dolor de barriga pero me entretuvo bastante, el caso es que el proceder de mi padre, al que no lo culpo y más bien lo entiendo, hizo que uno de los hombres que estaba en el bar saltara en mi defensa, no se quien fue, el caso que ese hombre y mi padre se liaron a hostias y aquello fue un quilombo. No recuerdo quien me llevó a casa de mi padrino que estaba a pocos metros y donde mi madre y su cuñada charlaban serenamente, y para hacer corta la historia le diré que mi padrino, como buen repartidor de leche suelta que era, tuvo la feliz idea de decirle a su hermana, "tu agárralo fuerte que yo le hago tomar leche" y la pareja de hermanos se convirtieron en mis torturadores, mi madre me sujetaba sobre sus piernas y mi padrino con sus gigantescas manos me abría la boca y me hacía tragar la leche, un sorbo tras otro, el lechero estaba convencido de que el producto que vendía era, entre otras cosas, un efectivo medicamento y no escatimó ni una gota y ¡dale más! decía mi madre, y agregaba epítetos no recomendables sobre mi persona, y yo a resistirme cuanto soportaba mi maltratado músculo mandibular y estuve a punto de dañar el rafe pterigomandivular y el gancho de la lámina medial de pterigoides entre las manos de mi padrino que me apretaba más que a la cincha del caballo de reparto. pero el vomitivo lácteo surtió su efecto y largué el combustible, en cantidades dignas de una estación de la Shell, mientras la tía Horacia puso mala cara al ver que no llegó a tiempo con la palangana y tenía que limpiar el piso, la silla y la mesa de la cocina. Ahora que la caprichosa memoria se enreda en el pasado, me acuerdo de una imagen en la casa de los Montero, y vuelvo a ver con nitidez a mi madre y sus hermanas, esta picando verduras, Dina alcanzándole un mate a Manola que echaba nabizas a la olla del puchero, y las tres riendo a carcajadas, vaya a saber de que picardías secretas.
Fueron tiempos lindos, tiempos en que todos estaban unidos y yo era el mayor de los hijos, sobrinos y nietos, tiempos donde todos eran jóvenes, fuertes y alegres, donde se disfrutaba de la unión, de las comidas en familia, donde la risa lo copaba todo. Claro que yo tenía pocos años, tal vez magnifiqué todo, pero no tiene importancia, lo que vale es lo vivido y lo quedó en mí. Tiempos lindos ¡carajo! que daría porque volvieran un solo instante.
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