viernes, 14 de junio de 2013

Recuerdos.

   Eran tiempos duros para la familia, años de mal vivir en una casucha prefabricada de tablas de pino casi verde, una casilla endeble sin forrar que se estiraba o se comprimía por efectos del frío intenso o los agobiantes veranos húmedos del gran Buenos Aires. Nunca me enteré bien que pasó entre los mayores de toda mi familia, pero si recuerdo que fueron años sin visitas de tíos, ni tías, ni primas/os ni cuñados ni nadie de los muchos que antes eran parte de mi grupo familiar, no lo sé, tal vez haya pasado lo que suele pasar, algunas discusiones, algunas palabras de más o el simple hecho de alejarse de los pobres perdedores, o los pobres sin más. Solo recuerdo que nunca tuve la alegría de las visitas y que nosotros no podíamos ir porque no había dinero para el colectivo,(autobús) por lo tanto por unos años no tuve abuela, ni primos, ni padrino, ni nada. Algo pasó, porque una vez  escuché decir a mi madre "ahora no nos visita ni Dios". Años feos, no solo por la pobreza sino porque a los once años uno no entiende esas situaciones y necesita del cariño familiar y el sentirse cobijado en el clan, es una etapa difícil en la vida de un niño que intenta subsistir entre la niñez y la incipiente pubertad, porque aunque usted no lo crea, en la pobreza, la pubertad se adelanta. Y queriendo o no a mi me cargaron con el cuidado y la protección de dos hermanos pequeños, tan pequeños que no se enteraban de nada, o quizá de algo, apenas, y me vi obligado a crecer más rápido.
   Tiempos duros que fortalecen o pudren por dentro, vaya a saber que es peor, pero recuerdo que a veces me despertaba al amanecer y veía a mi madre bajo el débil techo de cartón, encorvada sobre la máquina cociendo camisas para el judío de Plaza Once, que era buen pagador según decía mi madre, pero a veces me despertaba en plena noche y la veía cociendo, siempre la veía cociendo y lavando ropa en un fuenton grande bajo el árbol del patio y entran en la casa refregándose las manos moradas del frío y cultivando la tierra tierra del fondo de la casa y hacerla parir milagros para que no faltara la buena comida vegetal y la tierra le respondía con tremendas cosechas en pocos metros cuadrados, "bendita tierra argentina" solía decir la vieja y la pobre como no tenía bastante con trabajar tenía que soportar nuestras quejas ¡otra vez tomates!, es que la tierra nos llenaba de tomates y había que comerlos y la vieja se inventaba de todo, sopa de tomate, salsa de tomate, tomate relleno, tomate frito, mermelada de tomate y cuando ya no teníamos un lugar para el tomate aparecía la calabaza y otra vez la misma historia, y cuando no las habas, o los guisantes, y comíamos de todo, pero no mezclado y en maridaje correcto, sino como plato único de la estación.
El día que el viejo cobraba el sueldo del hospital, la cosa pintaba de lujo, el primer domingo después del cobro nos permitíamos el gasto de desayunar con facturas, (bollería) que yo me encargaba de ir a comprar batiendo el record de velocidad de los quinientos metros planos hasta la panadería y bajando mi tiempo de regreso, para llegar a casa antes que la tentación me hiciera robar algo del paquete, ya que sabía que mi ansiedad podría acarrearme un par de hostias del viejo, así que prefería correr para ganarle al pecado de robar. a pesar de la pobreza guardo en la memoria algunos recuerdos lindos de esos domingos, los viejos me dejaban tomar mate con ellos, en cambio a mis hermanos le daban un tazón de leche con azúcar o melaza. Tomar mate ya era todo un símbolo de ser mayor para mi, no son muchos los recuerdos bonitos, pero siempre es bueno rescatar los pocos que haya habido y yo los intenté rescatar toda la vida. Se hace lo que se puede y se olvida o se recuerda lo que manda la cabeza y no lo uno quiera. Nunca me pude olvidar de aquel 6 de agosto, que para mayor burla era el "día del niño", hacía mucho frío, ya saque la cabeza de entre las cobijas, puse mi dedo entre las tablas de la pared y vi todo blanco, no era nieve, mas bien una bruta helada y ahí entre ese blanco espeso descubrí la manchas negras del lomo de mi perro Tom, porque era mi perro, yo lo traje a casa y lo defendí de las quejas de mi madre que me decía algo de "una boca más para comer" ¿y quien lo va a cuidar? y todo eso que dicen las madres, que aunque uno sepa que tiene razón, lo niega, un hijo que se vista por los pies...¡lo debe negar! y asegurar con toda firmeza ¡yo lo voy a cuidar!. Ese día del niño no lo voy a olvidar, Tom era algo más que un perro, a el le conté cosas que no podía decirle a nadie, ni siquiera al cura al que le mentía en mis confesiones de católico dominguero. Tom era para ese niño de doce años el reemplazo de todos los parientes, el confidente de mis penas, el que escuchó mis fantasías de matar a balazos a todos los que eran injustos, a balazos y a mordiscos, porque él era mi socio y no me iba a dejar solo en esa cruzada. Ese día del niño fue muy triste, porque al correr a la cocina y gritar a mis padres que Tom estaba muerto, solo recibí por respuesta..."bueno... ¡enterrálo! y lo hice. Cada palada de tierra que cavaba era una tortura y si le cuento que cincuenta años después aún me parece que no puede cargar con el peso de aquel amigo, porque él, de vivo pesaba menos, no se si me entiende.
Los recuerdos vienen solos aunque uno no los llame.
JTA

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