viernes, 30 de mayo de 2014

Escoria humana en su máxima expresión.

Al leer este artículo puede ser que se sienta muy mal, como me ha pasado a mi. Tal vez le nazcan preguntas de difícil respuesta como:¿quien financia estos grupos? ¿son las mismas multinacionales que se llevan las materias primas? ¿por qué la ONU no interviene? ¿Se permite un genocidio calculado?, le acosaran muchas preguntas y seguramente sentirá una gran sensación de impotencia y desilusión sobre la raza humana, pero a pesar del dolor que produzca es siempre mejor saber que ignorar.
Jose Trillo Arán.
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La violación como arma de guerra

Las guerrillas de la RDC han usado el cuerpo de las mujeres para destruir la sociedad

Caddy Adzuba, en un vídeo de la artista Ouka Leele.
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Una familia está cenando en su casa. Irrumpe un grupo de hombres armados, viola a la mujer en presencia de su marido y sus cinco hijos, le introducen armas y objetos cortantes en la vagina, obligan a los menores a tener relaciones sexuales con ella y descuartizan al padre delante de todos cuando intenta evitarlo. La escena es real, un ejemplo que se ha repetido miles de veces en la República Democrática del Congo (RDC) en una guerra atroz donde el cuerpo de la mujer es el campo de batalla.
El relato anterior lo cuenta la periodista Caddy Adzuba en un vídeo de la artista Ouka Leele. Y no acaba ahí. La mujer y los niños fueron trasladados al bosque, donde permanecieron semanas. Ella, tras días sin verlos, preguntó por sus hijos. Los soldados le lanzaron una bolsa con cinco cráneos a modo de respuesta. “¿Por qué?”. Es lo que se preguntó esta víctima y también el título de la obra de Leele (PourQuoi?), que pretende concienciar de las atrocidades que se han sucedido en el este del país desde hace dos décadas a cuenta de la explotación de los minerales.

En la RDC hay quien dice que cuando Dios estaba haciendo el mundo dejó esta zona para el final y lo sembró de todo lo que le sobraba: oro, diamantes, madera, petróleo y el apreciado coltán, indispensable para toda la tecnología que usamos (móviles, ordenadores, tabletas). Es la explicación que daba la abuela de Papy Sylvain Nsala para argumentar la enorme riqueza natural del país, tal y como cuenta este sociólogo congoleño. El pasado martes compartió mesa con Leele en una charla sobre el conflicto de la RDC en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde ha estado expuesta la obra de la artista hasta hace unos días.
¿Por qué? Se cuestiona Leele. ¿Por qué? Le preguntaba la mujer a los soldados. La explicación es tan bárbara como el resto de la historia: “Has estado comiendo carne todo este tiempo, no pensarías que íbamos a cazar para ti”. Cuando pidió que la matasen para acabar con el sufrimiento se negaron. “Sería demasiado fácil para ella”, reflexiona Adzuba.
Pero si la pregunta es por qué ese ensañamiento contra alguien que estaba tranquilamente en su casa con su familia, que no había participado en conflicto alguno ni conocía de nada a aquellos hombres que irrumpieron en su hogar, la respuesta es otra. Se estima que más de medio millón de mujeres han sido violadas en la RDC en los últimos 20 años (el 70% en sus domicilios), una cifra que convive con otras igualmente trágicas: más de seis millones de muertos y tres millones de desplazados. Desde el genocidio en Ruanda en 1994, el país vecino vive en un estado de conflicto prácticamente permanente, alentado según la ONU por la propia Ruanda, que se beneficia de un barato expolio de sus recursos naturales: la zona está sembrada de suculentos intereses para empresas y países de todo el mundo. El pasado noviembre, los rebeldes del M23, la principal guerrilla, proclamó el alto el fuego, pero existen decenas de grupos menores que continúan luchando.
Esto sigue sin explicar por qué son ellas las que pagan el pato. Según Nsala, desde la crisis de los noventa, es ella la que comenzó a sacar adelante la sociedad. Era responsable de la familia y de la economía. “Las guerrillas saben que si quieren destruir a un pueblo tienen que destruir a la mujer primero”, relata.
El sufrimiento no acaba en la violación. Ni siquiera en las secuelas físicas que deja de por vida, ya que introducen en la vagina cuchillos, trapos sucios, objetos infectados, piedras… Sigue después porque una violación es un tabú para la sociedad, que le da la espalda a quien la ha sufrido, incluido su marido, que no suele soportar tal mancha ni se arriesga a contagiarse de las probables enfermedades de transmisión sexual que su pareja ha contraído.
El fenómeno no es nuevo. El conflicto de Ruanda ya dejó entre 250.000 y 500.000 mujeres violadas. Anteriormente a esta guerra, las agresiones sexuales se consideraban prácticamente un daño colateral, según explicó Alicia Cebada, profesora titular de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Carlos III, que participó en la mesa redonda junto a Nsala y Leele. Pero esta sangría sirvió para concienciar a la comunidad internacional. En el año 2000, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó su resolución 1325, que insta a la protección de las mujeres y niñas en los conflictos y a la inclusión de una perspectiva de género en los mecanismos de prevención, gestión y resolución de los mismos. Pero como se constata en el caso del Congo, no siempre se cumple. Por eso, la activista Caddy Adzuba está recogiendo firmas para instar a la comunidad internacional a que se cumpla.

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