martes, 4 de marzo de 2014

LOS ABUELOS, UN SOPORTE CONTRA EL ESTALLIDO SOCIAL

“Yo lloro detrás de las puertas pero mis hijos no me ven”

En España, a pesar de la mejora económica que pregona estos días el Gobierno del PP, una de cada cuatro familias está sostenida por los abuelos y las abuelas, que comparten su pensión con los hijos y nietos que han vuelto a casa a resguardarse de la crisis. Esta situación está empobreciendo gravemente a las personas pensionistas que, además de tener que compartir la pensión con su prole, han visto reducida su capacidad adquisitiva y deben repagar los medicamentos que antes de la crisis formaban parte de la cartera de prestaciones básicas.
María tiene 73 años y ocho hijos, de los cuales dos están a un paso de caer por el precipicio de la más absoluta pobreza. La pensión de viudedad de la abuela María los salva. No es bombera, pero con los 600 euros de su pensión “apaga todos los fuegos que puede”, dice su hija Lorena, 33 años, dos hijos, una hipoteca de 400 euros, un marido en paro que cobra la ayuda familiar de 420 euros y un precario trabajo de camarera en el que no gana más de 350 euros mensuales, cuando los gana. Lorena recurre a su madre para pagar los recibos de la luz, el agua o, simple y llanamente, para poder comer.
La abuela María estira también su pensión de viudedad para ayudar a otro hijo, que tiene una agencia de viajes en la que ya no entra nadie a reservar viajes. A veces, Lorena, además de pagar su hipoteca con la ayuda social de 420 euros que cobra su marido, puede dar de comer a sus dos pequeños con los 350 euros que gana de camarera sin alta en la Seguridad Social. Pero, la mayoría de las veces, es la abuela la que “se las apaña como puede para que nunca falte un plato en la mesa”.
En el mismo pueblo sevillano que María, Gerena, vive la abuela Isabel. Con 85 años, su casa de toda la vida espera la llegada del banco. Es el aval de la hipoteca de la vivienda de Lola, su hija, que no puede seguir pagando. Todo cambió cuando el marido de Lola cayó enfermo y lo incapacitaron, pasó de cobrar 2.000 euros a 400. A Lola, que trabajaba de cocinera, también la despidieron a causa de la crisis. Imposible pagar más de 1.000 euros mensuales y mantener una familia de cinco miembros con los 600 euros de la pensión de viudedad de la abuela Isabel.
La cara de Lola está llena de surcos que señalan su pobreza, una aguda depresión y el martilleo constante de pensar que su madre “se puede morir de un constipado”. Y en ese momento, toda la familia de Lola pasará a depender de la providencia y de los servicios sociales municipales saturados, sin recursos y con demasiados episodios de insoportable injusticia social.
En Mancha Real (Jaén) viven los abuelos Juana y Antonio. Con los 1.200 euros que cobran entre ambos pagan la letra de 600 euros mensuales del crédito que su hijo Diego firmó para poner en marcha una carpintería metálica, que ha quebrado con la crisis. Con los 600 euros sobrantes, a Juana le llega para dar de comer a su hijo Diego, a su nuera, a sus tres nietos y hasta para pagar los 18 euros mensuales de los medicamentos para la tensión y el colesterol que antes de la crisis no tenía que abonar. Los 600 euros que Juana dedica a pagar la hipoteca, en realidad, están destinados a evitar que la desahucien a ella de la casa en la que vive actualmente y que ya pagó con el dinero ahorrado en sus casi 20 años de emigración, en Cataluña, “haciendo faenas en casa de los señores”, relata quien está acostumbrada a vivir sobreviviendo.
“Mi hijo Diego llora mucho y yo le digo: vamos, hijo, que ya verás cómo salimos de esta”, afirma enérgica quien, con 70 años, se apuntó al centro de adultos para aprender a leer y escribir y dejó de asistir cuando su nuera empezó a tener chiquillos

Cuenta la hija de Juana que lo peor que hizo su madre, desatendiendo todos los consejos, fue avalar con su casa, “que es un palacio de grande y bonita que es”, el proyecto empresarial de Diego. La quiebra de Diego es ahora también la soga al cuello de la hija de Juana que, si su madre no paga los “600 euros menos 14 euros”, será rehén del préstamo que solicitó para comprarle la casa a sus padres y salvarlos del desahucio.
“Si no comemos carne, comemos fideos, los vecinos no nos lo van a notar, pero lo primero es pagar la hipoteca para que a mi hija no me la toquen”, manifiesta Juana, de 76 años, entrañable y con una vitalidad contagiable. “Yo lloro detrás de las puertas”, dice, “pero mis hijos no me ven”. “Mi hijo Diego llora mucho y yo le digo: vamos, hijo, que ya verás cómo salimos de esta”, afirma enérgica quien, con 70 años, se apuntó al centro de adultos para aprender a leer y escribir y dejó de asistir cuando su nuera “empezó a tener chiquillos”.
La caducidad de la vida también atormenta a Juana, que afirma categórica que le cuesta ser feliz: “Cuando faltemos alguno de los dos, esta casa se viene abajo”, segura de que su pensión y la de su marido son determinantes para la supervivencia de Diego, la esposa de éste, los tres hijos de la pareja y para que no le quiten la casa a la hija que se ha hipotecado para salvar la casa de la abuela Juana.
Se hartaron de que la clase obrera estuviera levantando el pescuezo”, cree Juana que es el porqué de la política de empobrecimiento que ha arruinado los últimos años de su vida, el resto de la vida de su hijo y el comienzo de la vida de sus tres nietos. Juana ya reivindicó, en la Plaza de Cataluña de Barcelona durante los albores de la transición, el mismo “pan para los pobres” que vuelve a ser un eslogan político en vigor.
Manuel Castro, de la federación de pensionistas y jubilados de CCOO, calcula que el 27% de los hogares españoles están sostenidos, como consecuencia de la crisis, por una persona pensionista: “Las personas jubiladas están siendo empobrecidas porque las pensiones son más bajas y, por otro lado, es el ingreso principal de más miembros de la familia”. Los abuelos y abuelas son el último colchón salvavidas de sus hijos y nietos. Son las últimas fichas de dominó del tablero en el que las reglas del juego las marca la esperanza de vida. “No pongas que lloro que no quiero que se enteren mis hijos”, es lo que más preocupa a Juana, la abuela que, a sus 76 años, todos los días tiene alegría y algo para comer. Y si no tiene, acude a la tienda de la esquina a pedir fiado hasta que le vuelvan a ingresar una pensión que es de todos menos de ella, que ha estado toda su vida “haciendo faenas a los señores”.

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